El hombre del cuento
24/08/13 11:30 | Sociales
Andaba el hombre pobre, montado en su humilde bicicleta. Por las calles pueblerinas, desde temprano, con un propósito: Una responsabilidad, noble y bondadosa, el peso de un deber colectivo, con el que cargaba solamente él.
Iba el hombre pensando, siempre pensante, serio, era consciente de su deber. No llevaba encima más que algo de ropa vieja, una gorra azul, sin lavar y unos miserables pesos en el bolsillo.
Marchaba siempre con la frente en alto, como solo lo conseguían aquellas personas dignas, honestas y trabadoras.
En el camino a su encuentro con su labor, sonreía para sí varias veces. ¿Por qué?, nadie lo sabía. Simplemente era algo que surgía de sí, de su misma felicidad, del desprendimiento que sentía al no tener más que un par de responsabilidades, pero llevarlas a cabo con la mayor tranquilidad y corrección.
Pero ¿Quién era este extraño?. La mejor manera de saberlo es contar, a qué se dedicaba arduamente, día a día, y cuál era el bien que hacía todos los días en este pueblo.
Al llegar a su destino encontró, en un espacio junto un tapial, un lugar para dejar su bicicleta. Pretendiendo saludar a todo el mundo, entró en un supermercado. Era muy conocido ahí.
Él, hombre de pocas palabras, apenas movía la cabeza; en el pueblo todos se conocen, y todos sabían qué clase de persona era. Confuso y cabizbajo, circulaba entre estantes, al parecer para comprar algo. Pero se sabía: No estaba ahí para comprar, sino para retirar alimento. Por lo tanto, en seguida, se dirigió al área de la carnicería, y el mismo carnicero, se encargó de darle, por encima de la gente de la cola, a la que debía atender antes que a él, aquello que él había ido a buscar. “Acá tiene, lleve”, le dijo el carnicero, y le extendió una caja, con algo de carne dentro.
Luego de recibir la carne, el hombre salió, radiante, entrecruzando una mirada cómplice, con el pibe que estaba en la caja del local, al parecer, uno de los dueños. Una vez afuera, tomó la bicicleta y salió, caminando, Para llevar el alimento diario a los perros.
Tenía en una mano una caja; con la otra, llevaba la bicicleta, que dejó enfrente, en la casa de un buen amigo suyo. Al salir del lugar, sintió pasos, como de animales que corrían tras él. Eran aquellos que venían a reclamar su alimento. Entre ellos, uno al que él llamaba el negro, se acercó, y saltando, casi logra morder la caja en la cual estaba la comida recién retirada. En un momento, eran como quince perros los que habían acudido y todos, reclamaban comida. El hombre intentaba caminar, aunque la jauría, exaltada, se interponía entre él y su destino. A duras penas llegó a la esquina. Miró hacia atrás, y uno de los perros, el más sereno, venía detrás de todo, tranquilo, caminando a paso lento y desenfadado. Este era blanco y negro, y le llamaban “Ráfaga”.
Probablemente, con ironía, porque era el más lento de todos. “Tranquilo, callado”, decía el hombre, “Así no te doy nada”. Había una mujer, ya conocida, que siempre salía a limpiar temprano la vereda de su casa. Al ver al pobre hombre, lo miraba halando con los perros, y esto le causó gracia, porque nadie podía hablarle a un perro así: Por lo menos no al mismo nivel al que hablaba con las personas. Lo que nadie sabía era que este hombre realmente se comunicaba con los perros.
Tenían una relación especial. Si este venía, los perros lo esperaban desde temprano, como si hubieran hablado con él antes. La mayoría acostumbraba hablar con personas: Este, prefería hacerlo con perros de la calle. Se dispuso a darles de comer. Caminó algunos pasos más, buscando el lugar adecuado para dejar el bendito alimento. Por encima de la vieja caja rotosa, sobrevolaban ya moscas, moscardones, y otros insectos, que ya habían considerado usurpar el alimento crudo que correspondía, al grupo de perros. Rápidamente dejó la comida: lo estaban llamando. Los perros se amontonaron y comieron, y saciaron su voraz apetito, peleándose entre ellos, y haciendo bullicio.
Lo llamaban de una de las casas aledañas: Al parecer, lo necesitaban para un trabajo específico: Cortar el pasto y barrer la vereda. Empezaría por lo segundo. Sintió que alguien lo regañaba, probablemente su fiel y enérgica esposa, la misma que lo había llamado para que le ayudara. No se alteró por esto. Tomó la escoba vieja, y comenzó a barrer. Con una mirada capciosa y astuta, mirando de reojo hacia todas las direcciones, el hombre supo disimular, como siempre lo hacía. En realidad, fingía barrer, pero sabía, en el fondo, que lo mejor era observar todo lo que asaba en el pueblo; nada debía escapársele: De todo debía enterarse. Todo le interesaba. Con la escoba entre ambas manos, barría y trabajaba, pero de vez en cuando disimulaba, para sentirse parte, y para contemplar, lo que pasaba y ocurría en su querido pueblo. Le decían loco, pero de loco no tenía nada.
Francisco Frigeri